Cuando vi de cerca el caso de Ana me puse las pilas en serio. Dije ahora o nunca antes de vivir lo mismo. Sabía que si me peleaba me podría resultar peor, entonces decidí usar la cabeza y la astucia para poder mantenerlos al margen.
Fui un día a su casa y le dije a la señora que sí, que ella tenía la razón absoluta, pero que debido a que tenía que salir de viaje, debería darme un número de cuenta donde le podría depositar hasta pagarle todo. No le hizo mucha gracia, de hecho se negó, pero como le dije que era así o que no iba a poder darle nada porque mi viaje se iba a prolongar, me dijo que lo iba a pensar.
Yo tenía la ligera esperanza de que, al darme un número de cuenta, tuviera en mi poder algo, aunque fuera un papelito sencillo, en que constara su nombre y que le estaba dando alguna cantidad de dinero. No estaba segura si sería una prueba en caso de que ella me exigiera legalmente el pago, pero la lucha se hacía y con suerte podría pelearle. Lo malo de esto, comentándolo con mi amiga, era que había que darle dinero y no teníamos la intención de hacerlo. Recordando, sin embargo, que el contrato firmado era una verdadera broma de mal gusto y que carecía de cualquier validez, es más, que podía ser incluso usado en su contra por las condiciones que ellos planteaban (interés semanal de 5%), me la jugué. Y sí, me fui de viaje, esperando su respuesta.
El celular obviamente me lo cancelaron por no pagar y no tenía modo de buscarme. Sólo tenían de mí mi correo electrónico así que si me quería buscar lo haría por ese medio. Y lo hizo, empezando un intercambio epistolar que empezaré en los siguientes días a narrar.
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