El tipo se fue echando lumbre. Yo me quedé igual, pero traté de no demostrarlo. Esa tarde no supe nada de él, ni en varios días. Por supuesto que no cantaba victoria. Sabía que se iba a estar rumiando qué hacer para dar lata.
Mi amiga y yo nos reunimos para pensar qué hacer. Me propuso darle dinero, pues ella había podido juntar cinco mil pesos y que se los podíamos dar "a cuenta". Yo no estaba convencida, porque esos "abonitos" iban a parar siempre a la basura.
"Es la única manera en que te va a dejar en paz", me dijo. A mí todo esto me empezaba a pagar por el silencio, a encubrir la ilegalidad. Les das dinero para que no te molesten. Una especie de chantaje muy sucio que ya me empezaba a cansar. Me sentía como la mujer que le paga al extorsionador para evitar que el marido descubra sus pecados. Me sentía sucia. Y esa sensación, desconocida para mí, no cuadraba en mi esquema de valores.
El círculo de cómplices se hacía cada vez más grande. Y faltaba una pieza más: su esposa. Esta mujer, medio simple, medio mustia, medio hipócrita, muy puritana y "temerosa" de Dios, tenía cierta relación con mi amiga y una tarde le llamó. Le dijo que quería que platicáramos, como gente civilizada, como adultos. No entendí para qué, pero fuimos.
La mujer nos recibió amable, pero había en ella algo que no me gustaba, que no me convencía, que no me convenció. Hablaba en tono muy sereno, pero su mirada es fría, dura, muy poco sincera. Nos dijo que su esposo había decidido "pedirle que se hiciera cargo de esa deuda", que quizá entre mujeres podíamos entendernos "mejor".
El trato no lo hice con usted, señora, le dije con la misma frialdad que ella me veía. Pero ese dinero es mío, me dijo, y yo quiero recuperarlo.
Ya había salido el peine. La mujer, nada tonta, estaba queriendo sacarle más jugo a esa deuda y pensó que iba a ser más fácil llenarme la cabeza de ideas. "Está bien", pensé. Ella quiere su dinero. Le dije que en el "contrato" que habíamos firmado no figuraba su nombre. Sonrío. Ahí me di cuenta que el dichoso contrato no tenía ningún nombre, es decir, que no decía a quién le debía dinero y que por lo tanto, me lo podía cobrar ella, el marido, la prima o el vecino. Un documento en el que me comprometía yo a cubrir la cantidad, pero nadie se comprometía a cobrarme directamente. O dicho de otro modo: un documento en que nadie reconocía estar cometiendo el delito de usura.
¡Qué complicadas empezaban a estar las cosas! Yo todavía estaba en la ignorancia de cómo podía defenderme de esta situación, pero los nervios se estaban desvaneciendo ante el coraje de tanta arbitrariedad. Pensé que lo mejor, en ese momento era llevar la fiesta en paz en lo que me tranquilizaba y buscaba la forma de salirme de eso. Tenía que haber un modo. Sí, lo tenía que haber....
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